El rey la humilló y desterró, pero los dioses la convirtieron en una diosa y le exigieron arrodillarse ante ella para salvar a su reino.

El pueblo de Umuaka alguna vez fue un lugar de paz.

Las aves cantaban al amanecer, los niños jugaban bajo el sol y el río fluía con alegría.

Pero todo cambió cuando el rey Chike subió al trono.

Era joven, pero su corazón estaba lleno de maldad.

Sus ojos eran como cuchillos. Amaba el poder, el miedo… y la belleza.

Cualquier muchacha que atrajera su atención se convertía en su “esposa”, no por amor, sino por la fuerza.

Una mañana, mientras inspeccionaba el pueblo montado en su caballo negro, la vio a ella:

Addanna.

Caminaba hacia el río con una vasija de barro sobre la cabeza. Sus pasos eran suaves, su mirada tranquila. Su belleza era pura, profunda.

El rey se detuvo.

—¿Quién es esa muchacha?

—Es Addanna, hija de Nwoke el campesino —respondió un guardia.

—Tráiganla al palacio.

Esa noche, los soldados irrumpieron en su hogar. La madre lloró, el padre suplicó, pero fueron apartados a golpes. Addanna gritó y luchó, pero fue arrastrada hasta las cámaras del rey.

Allí sufrió humillación y violencia. Su cuerpo quedó roto, su alma distante. Por la mañana, Chike le dijo:

—Serás mi esposa, yo te he escogido.

Addanna, débil pero firme, respondió:

—Nunca me casaré contigo. Prefiero morir.

Herido en su orgullo, el rey ordenó:

—¡Destiérrenla! Que abandone este pueblo y jamás regrese.

Así, Addanna fue arrojada a la selva. Sola. Herida. Avergonzada.

Pero los dioses la observaban.

Aquella noche, el cielo se tiñó de rojo y el trueno rugió. La tierra tembló cuando sus lágrimas cayeron sobre el suelo. Entonces una voz surgió del viento:

—Eres los Ojos Elegidos. Verás lo que otros no pueden. Sufrirás… pero te levantarás.

Sus ojos se volvieron blancos, su cuerpo tembló. Visiones inundaron su mente: sangre, fuego… y al rey Chike gritando en la oscuridad.

Ya no era solo una joven. Era los ojos de los dioses.

En el pueblo, una peste terrible comenzó.

Los cuerpos se ennegrecieron, los ojos se cegaron, los animales murieron, el río se secó, las cosechas fracasaron. Incluso los guardias del rey escupían sangre.

Aterrorizado, Chike llamó al sumo sacerdote, Ezemmumo. El anciano cerró los ojos y dijo:

—Los dioses están airados. Has tocado a su elegida. La humillaste, la desterraste. Solo ella puede salvar esta tierra.

El rey tembló.

—¿Dónde está?

Pero nadie lo sabía.

Addanna se había adentrado en los terrenos sagrados, donde los dioses hablan y ningún hombre se atreve a caminar.

Sentada junto a un árbol en llamas, con los ojos blancos y el cuerpo resplandeciente, veía todo: al pueblo agonizando, al rey llorando, a los guardias buscándola.

Pero ella no se movió.

Recordaba el dolor. La vergüenza. La traición.

Recordaba las lágrimas de su madre, el silencio de su padre, el rostro del rey.

Era los Ojos de los Dioses, pero también un alma herida.

En el pueblo, la peste empeoraba. El rey no podía comer ni dormir. Caminaba como un fantasma por su palacio. Ezemmumo volvió y le dijo:

—Ella no regresará… a menos que seas tú quien vaya. Debes arrodillarte ante ella. Debes suplicar con el corazón.

El rostro del rey se tornó pálido.

—¿Yo? ¿Arrodillarme ante una muchacha?

—No ante una muchacha —replicó el sacerdote—. Ante una diosa.

El silencio llenó la sala. Chike comprendió la verdad: había ofendido a los dioses mismos.

Y solo los dioses podían perdonarlo.

La rendición del Rey Chike

El orgullo del rey Chike era más fuerte que la razón. Aunque la peste arrasaba la aldea, aunque las madres lloraban y los cuerpos se amontonaban en silencio, él seguía negándose a inclinarse ante Addanna.

Los ancianos lo rodeaban en el consejo. Uno de ellos se atrevió a hablar:

—Majestad, el pueblo muere. Los dioses exigen humildad. Si no os arrodilláis, no quedará reino que gobernar.

El rey golpeó el suelo con su bastón de marfil.

—¡Callad! Yo soy el rey. ¿Cómo podría doblar la rodilla ante una mujer desterrada? ¡No lo haré jamás!

El golpe del destino

Pero los dioses no escucharon su soberbia. Una mañana, el príncipe heredero, joven fuerte y amado por todos, cayó enfermo. Su piel se cubrió de manchas negras, su respiración se volvió frágil como un hilo.

El rey corrió a su lecho, desesperado.

—¡Hijo mío! ¡Resiste! ¡Los médicos te salvarán!

Los médicos movieron la cabeza en silencio. Nada podían hacer. El niño deliraba, llamando a su madre muerta, mientras la fiebre lo consumía.

El corazón del rey se quebró. La corona, que siempre le pareció un tesoro, ahora pesaba como una maldición.

La voz del sacerdote

El sacerdote Ezemmumo fue llamado de nuevo. Entró en el palacio con paso solemne, sus ojos cerrados como si escuchara voces invisibles.

—Majestad —dijo con voz grave—. No hay otro remedio. Los dioses han hablado: solo la Elegida puede salvar a tu hijo. Pero no basta con enviar soldados. Esta vez, debes ir tú mismo. Debes confesar. Debes arrodillarte.

El rey tembló de ira y de miedo.

—¿Yo? ¿Un rey? ¿Humillarme ante ella?

Ezemmumo lo miró con firmeza.

—No ante ella, Majestad… sino ante los dioses que la eligieron.

El camino hacia el bosque

Esa misma noche, sin más opción, el rey partió hacia el bosque sagrado. No vestía su manto de oro, sino un simple manto oscuro. Sus guardias lo seguían en silencio, temiendo incluso el crujido de las ramas.

En lo profundo del bosque, un fuego extraño iluminaba la figura de Addanna. Sentada bajo un árbol ardiente que no se consumía, sus ojos blancos brillaban como lunas. No parecía humana, sino un puente entre la tierra y el cielo.

El rey se detuvo. Su orgullo lo encadenaba, pero el recuerdo de su hijo agonizante lo empujó hacia adelante.

Cayó de rodillas. La corona rodó al suelo.

—Addanna —dijo con voz quebrada—. Perdóname. No solo por mí, sino por mi hijo, por mi pueblo. Fui ciego, fui cruel. He pecado contra ti y contra los dioses. Te ruego… sálvanos.

El juicio de Addanna

Addanna lo miró en silencio. El eco de su dolor aún habitaba en su cuerpo. Recordaba el miedo, la sangre, la vergüenza.

—¿Perdón? —susurró con voz firme—. ¿Y quién me devolvió mi pureza, mi paz, mi vida robada?

El rey inclinó la cabeza, incapaz de responder.

Ella continuó:

—Podría dejarte caer, dejar que tu reino muera como yo morí aquella noche. Pero los dioses me dieron ojos para ver más allá de mi dolor. Veo a las madres que sufren, a los niños que lloran, a los hombres que caen en los campos. No los condenaré por tu culpa.

Se levantó, alzó las manos al cielo y gritó:

—¡Oh, dioses! Escuchadme. Perdono a este pueblo. Derramad vuestra gracia.

Una luz descendió del cielo. El aire se volvió fresco. El agua volvió a correr en el río. Los campos reverdecieron. El príncipe abrió los ojos y respiró profundo.

La transformación del rey

El rey, aún de rodillas, lloró como un niño.

—Gracias… gracias, Addanna. Nunca olvidaré esta lección.

Desde aquel día, cambió. Gobernó con justicia. Prohibió los abusos en el palacio. Levantó un templo en honor a Addanna, a quien llamó “La Diosa de los Ojos Blancos”. Cada año ofrecía sacrificios en su memoria, no de sangre ni de miedo, sino de cosechas y cantos de gratitud.

El destino de Addanna

Addanna no volvió a vivir entre los mortales. Regresó a la morada de los dioses, pero su espíritu seguía presente. Cada vez que el pueblo necesitaba lluvia, ella enviaba nubes. Cada vez que había hambre, ella hacía brotar frutos del suelo.

Su nombre se transmitió de generación en generación. Y en las noches de luna blanca, las mujeres cantaban:
“Ella fue herida, pero se levantó. Ella fue desterrada, pero volvió como diosa. Sus ojos vigilan, sus manos bendicen”.

Así, Addanna se convirtió en guardiana eterna de Umuaka, y el rey Chike aprendió la lección que nunca debió olvidar: quien humilla a los inocentes, en realidad ofende a los dioses.