“Finge Que Me Amas, Por Favor…” — La Poderosa CEO Le Rogó Al Padre Soltero Justo Frente A Su Ex.

Pero, ¿estás bien? Lucía giró. Por un segundo no supo qué responder. Aquella pregunta tan sencilla no se la hacía nadie desde hacía años. Estoy cansada”, admitió finalmente. “Lo imaginaba. Sonríes mucho, pero tus ojos están tristes.” “¿Y tú?”, preguntó ella, sorprendida por su propia curiosidad. “Yo tengo una hija, se llama Sofía.

Cuando sonríe se me olvida todo el cansancio del mundo.” Lucía lo escuchó en silencio. En aquel momento, sin saber por qué, le creyó. No era una conversación entre una empresaria y un empleado. Era una charla entre dos almas cansadas que por azar se habían reconocido. Gracias, Miguel, dijo al fin. No solo por hoy, sino por recordarme que aún hay personas buenas.

Él asintió con humildad. Y tú, gracias por no tratarme como si fuera invisible, respondió. Cuando se despidieron, Lucía sintió una sensación extraña, una mezcla de calma y curiosidad. Al bajar las escaleras, lo vio recoger una fregona, acomodar su bandeja y desaparecer por la puerta de servicio.

Mientras tanto, dentro del salón, los ricos seguían brindando por los buenos negocios. Lucía volvió a mirar hacia la puerta por donde Miguel había salido. Por primera vez en años deseó volver a ver a alguien sin saber exactamente por qué. Y así, aquella noche que empezó como una farsa, se convirtió en el principio de algo que el dinero jamás podría comprar.

La mañana siguiente, Lucía despertó con una sensación extraña. El sol entraba tímido por las cortinas de su ático en la gran vía de Valencia, reflejándose sobre los premios, las flores marchitas y los dosers apilados. Todo parecía tan pulcro, tan perfectamente ordenado, y sin embargo, nada tenía sentido.

La imagen del hombre del uniforme azul se le repetía una y otra vez en la cabeza. Aquel desconocido que, sin pedir nada a cambio, le había devuelto la dignidad frente a su peor pesadilla. ¿Por qué aceptó ayudarme?, se preguntó mientras se servía un café. No lo entendía. Nadie hacía algo así por puro altruismo en su mundo.

Esa misma tarde, Lucía canceló una reunión con sus inversores y bajó al vestíbulo del hotel, fingiendo que tenía un asunto pendiente con la dirección. Pero no era verdad, solo quería volver a verle. Preguntó en recepción intentando disimular. El señor Navarro sigue trabajando esta semana. La recepcionista, una mujer joven con acento andaluz, sonríó. Claro. El turno de limpieza empieza a las 6.

Suele tomar un café en la esquina en el bar Alameda. Lucía agradeció y salió. Caminó con paso inseguro bajo el aire salado del final de la tarde. El bar Alameda era uno de esos lugares que huelen a pan tostado, a café recién molido y a conversación. Nada que ver con los restaurantes de mantel blanco que ella frecuentaba. Y allí estaba él.

sentado junto a la ventana con la camisa aún húmeda del trabajo y una libreta vieja en la mesa. Mientras removía su café, dibujaba algo con un bolígrafo barato. Lucía se acercó con una mezcla de timidez y determinación. “Hola”, dijo ella. Miguel levantó la vista sorprendido, pero enseguida sonríó con sencillez.

Vaya, no esperaba que una dama tan importante bajara a mi mundo. Lucía se sonrojó, incapaz de responder a la broma. Solo quería agradecerte por anoche. Me salvaste de algo horrible. No fue nada, contestó él. Todos necesitamos una mano de vez en cuando, incluso los que parecen no necesitarla. Ella se sentó por primera vez en mucho tiempo.

No llevaba maquillaje, solo una blusa sencilla y el pelo recogido. Miguel notó el cambio, pero no dijo nada. ¿Qué dibujas?, preguntó ella. A mi hija respondió enseñándole la libreta. En la página, un dibujo infantil mostraba un arcoiris torcido, un sol gafas y un perro enorme. ¿Tienes una hija? Sí, se llama Sofía.

tiene 8 años y es lo mejor que me ha pasado en la vida. ¿Y su madre? Preguntó Lucía con cuidado. Miguel suspiró. Murió hace 3 años. Desde entonces. Ella es mi razón para seguir. Lucía lo miró en silencio. Había algo en su voz que desarmaba cualquier muro. No hablaba desde la autocompasión, sino desde el amor. Durante casi una hora conversaron sobre cosas pequeñas.

El colegio de Sofía, los cafés de barrio, los precios del alquiler, la soledad de las grandes ciudades. Lucía se sorprendió riendo. Hacía años que nadie la hacía reír sin interés, sin máscaras. Cuando se despidieron, Miguel le dijo, “Gracias por venir. No todos los días un sío se toma un café con un conserge.” Ella sonrió. Ni todos los días un conserje enseña a un asío lo que es la humanidad.

Los días siguientes, Lucía se descubrió pensando en él más de lo que habría querido. Pasaba por el bar solo para tomar algo, aunque siempre terminaban hablando. Miguel la trataba con naturalidad, sin miedo ni admiración, y eso, paradójicamente la liberaba. Una tarde lluviosa, él la invitó a conocer a Sofía. Le he contado que tengo una amiga que viste muy elegante y que trabaja mucho.

¿Y qué te ha dicho? Que le caes bien, aunque aún no te conoce, bromeó él. Lucía aceptó. La casa de Miguel estaba en un barrio humilde con paredes de cal y plantas en las ventanas. Sofía salió corriendo a saludarla con un dibujo en la mano. Eres la señora Lucía. Papá dice que eres muy lista. Lucía se agachó para estar a su altura. Y tú eres, Sofía.