Supuestamente eran amantes fugitivos. 44 años después, un auto sacado de un lago contó una historia de asesinato y traición.
Durante cuarenta y cuatro años, la historia de Sarah Jenkins y Mark Peterson formó parte del folclore local del pequeño pueblo de Harmony Creek: una historia agridulce sobre dos amantes adolescentes que eligieron la rebelión en lugar de una vida dictada por sus padres. Sarah era hija de Franklin Jenkins, el adinerado y poderoso dueño del aserradero del pueblo.
Mark era hijo de un mecánico, con las uñas manchadas de grasa y un futuro que no se alineaba con las ambiciones de Franklin para su hija. En la primavera de 1978, la noche de la hoguera del Día de los Fundadores del pueblo, desaparecieron en el Chevy Nova verde aguacate de Mark. La historia oficial, moldeada por la inmensa influencia de Franklin, era que habían logrado escapar para empezar una nueva vida. El caso se cerró y la historia se convirtió en leyenda. Pero la verdad era mucho más oscura: yacía silenciosa en el fondo de un lago artificial, a la espera de que una sequía la arrastrara a la luz, gritando.

En el sofocante verano de 2022, una sequía histórica provocó que el nivel del agua del embalse Harmony —una cantera de piedra inundada— descendiera a un mínimo histórico. Un viejo pescador, navegando por el paisaje recién descubierto de tocones de árboles petrificados, divisó el destello de cromo bajo el agua turbia. Era el techo de un coche. La operación de recuperación posterior desenterró un Chevrolet Nova de 1975 oxidado y cubierto de algas. La matrícula confirmó lo imposible: era el coche de Mark Peterson. La historia de fantasmas del pueblo, olvidada hacía tiempo, acababa de convertirse en una escena del crimen.
La suposición inicial era que el descubrimiento daría un final trágico pero simple a la historia. Los amantes fugitivos habían chocado su coche y encontrado una tumba en el agua. Pero lo que los investigadores encontraron dentro del maletero destrozó esa narrativa por completo. No había restos humanos, pero sí una bolsa de lona empapada. Dentro había fajos de billetes, un juego de placas de Ohio imposibles de rastrear y una pesada barra de hierro de 45 cm cubierta de una sustancia oscura que fue inmediatamente marcada para análisis de laboratorio. Esta no era la historia de dos jóvenes que huyen por amor. Era más oscura, más compleja e infinitamente más violenta.
El descubrimiento dio inicio a una nueva investigación, encabezada por una joven y perspicaz agente llamada Khloe Ramírez, quien durante mucho tiempo había estado atormentada por el expediente delgado e incompleto del caso original de 1978. Ella sospechaba que la investigación inicial había sido suprimida deliberadamente, una sospecha que creció cuando visitó a un Franklin Jenkins, ahora de 92 años y frágil, quien respondió a sus preguntas con un destello de la misma furia fría y controladora que lo había caracterizado décadas atrás.
La diligente labor policial de Khloe finalmente la llevó al único hilo suelto del pasado: Bill Hargrove, un exalguacil conocido como uno de los “chicos de Franklin” y que dimitió abruptamente un año después de la desaparición de la pareja. Lo encontró, un anciano moribundo, en una residencia de ancianos a cientos de kilómetros de distancia. Al principio, guardó silencio, pero cuando Khloe le mostró una foto forense de la palanca de hierro, el dique que cubría su secreto de 44 años finalmente se rompió.
Con voz ronca y entrecortada, lo confesó todo. Franklin Jenkins, furioso porque su hija se fugaba con un chico al que consideraba indigno, había contratado a Hargrove y a otro hombre del molino, un tipo violento llamado Ray Collins, para que interceptaran a la pareja. El plan era simplemente “asustarlo”, sacarlos del camino y darle una lección al chico. Pero en ese oscuro camino de la cantera, el plan derivó en asesinato. Collins, exaltado por la violencia de la persecución, golpeó a Mark en la cabeza con la llave de tubo, matándolo al instante. Cuando Sarah, aterrorizada, gritó que sabía quiénes eran, Collins también la mató.
Hargrove relató la escalofriante llegada de Franklin Jenkins al lugar de los hechos. No era un padre afligido, sino un “solucionador” frío y pragmático. Orquestó todo el encubrimiento con precisión quirúrgica: metió los cuerpos en el Nova, añadió la bolsa de dinero para crear una narrativa falsa y luego empujó el coche a las profundas y oscuras aguas de la cantera. Usó su inmenso poder para asegurar que la investigación policial no llegara a ninguna parte, permitiendo que la mentira de los amantes fugitivos se arraigara y se propagara durante dos generaciones.
La confesión fue la última y desgarradora pieza del rompecabezas. Ray Collins había muerto en una pelea de bar años atrás. Y apenas una hora antes de que la policía llegara a la mansión Jenkins para arrestarlo, Franklin Jenkins, el artífice de toda la tragedia, falleció mientras dormía a los 92 años, eludiendo la justicia. Los restos de Sarah y Mark fueron recuperados del coche, y finalmente fueron enterrados, uno junto al otro, su trágica historia de amor finalmente tuvo su verdadero y desgarrador final. La sequía no solo había bajado el nivel del agua; había desvelado un secreto de 44 años, demostrando que la verdad, por muy profunda que esté enterrada, acabará saliendo a la luz.