LA ENTREGARON A UN CAMPESINO POR SER “DEMASIADO GORDA”… PERO ÉL LA TRATÓ COMO NADIE JAMÁS LO HIZO
Camelia bajó del carruaje con las mejillas encendidas por la vergüenza, mientras su padre, el conde de Altamirol, la entregaba como mercancía un desconocido campesino llamado Damián. Las risas burlonas de sus hermanas menores resonaban en sus oídos mientras observaba la humilde granja que ahora sería su hogar, tan lejos de los salones aristocráticos, donde nunca fue bienvenida por su figura robusta.
Sus manos temblaban al tomar el pequeño baúl con sus pertenencias. El único recuerdo de una vida anterior donde siempre fue la hija imperfecta. El campesino la observaba con ojos tranquilos, sin la repulsión que esperaba encontrar. Y cuando extendió su mano callosa hacia ella, Camelia sintió por primera vez que quizás no era un castigo lo que estaba por comenzar.
El conde de Altamirol contemplaba los libros de cuentas con expresión sombría en su despacho. Las velas proyectaban sombras inquietas sobre los documentos que confirmaban su ruina inminente. Tres malas cosechas consecutivas, inversiones desafortunadas y el mantenimiento de las apariencias habían vaciado sus arcas. “Necesitamos otra solución, mi señor”, murmuró su administrador. “Las tierras del norte son nuestra única esperanza.
“El conde suspiró. levantando la mirada hacia el retrato familiar. Sus cuatro hijas aparecían retratadas con elegancia, pero sus ojos se detuvieron en Camelia, la mayor. A diferencia de sus hermanas, esbeltas y delicadas como su difunta madre, Camelia había heredado la complexión robusta de su abuela paterna, una vergüenza para los estándares aristocráticos donde la delgadeza, sinónimo de distinción.
Quizás tengamos una solución después de todo, murmuró el conde. A sus 23 años, Camelia representaba un fracaso en el mercado matrimonial. Tres temporadas en la capital habían terminado en humillación. Los jóvenes nobles la ignoraban en los bailes. Las damas cuchicheaban sobre su figura y las proposiciones nunca llegaron. Su dote, antes considerable, ahora era insignificante debido a los problemas financieros familiares.
Esa misma tarde, Camelia abordaba junto a la ventana cuando su padre la convocó al despacho. Al entrar, notó la presencia de su madrastra, quien la recibió con su habitual mirada de desdén. Camelia, comenzó el conde. Sin preámbulos, he encontrado un esposo para ti. El corazón de la joven deo un vuelco.
Después de tantos rechazos, la sorpresa la dejó momentáneamente sin palabras. Es un hombre trabajador, continuó su padre evitando su mirada. Posee tierras fértiles que colindan con nuestras propiedades del norte. Un terrateniente, preguntó Camelia con cautela. La madrastra soltó una risa seca. No exactamente, querida. Es un campesino. Las palabras cayeron como piedras. Un campesino.
No un noble venido a menos, ni siquiera un comerciante adinerado. Uns simple Labrador. Pero, padre, yo soy. Comenzó Camelia. Eres mi hija. Interrumpió el conde. Y harás lo que sea necesario por el bienestar de esta familia. Damián de Valleanto ha aceptado tomarte como esposa a cambio de ceder parte de sus tierras al condado, tierras que necesitamos desesperadamente.
La madrastra añadió con falsa dulzura. Deberías estar agradecida. A tu edad y con tu figura las opciones son limitadas. Camelia permaneció inmóvil digiriendo el golpe. No era la primera humillación que soportaba, pero sí la más devastadora. Ser intercambiada como ganado por unas parcelas de tierra. El matrimonio será en una semana, sentenció el conde.
Sin ceremonias, partirás inmediatamente después a Valle Santo. Esa noche encerrada en su habitación, Camelia lloró hasta quedarse sin lágrimas. Sus hermanas menores, enteradas del acuerdo, pasaban frente a su puerta susurrando y riendo. La novia campesina la llamaban. Durante los días siguientes, la preparación para su partida fue metódica y fría.
Suar, notablemente reducido para una dama de su posición, consistía apenas en algunos vestidos sencillos y objetos personales. “No necesitará sedas para ordeñar vacas”, había comentado su madrastra mientras supervisaba el equipaje. La víspera de su boda, la cocinera, la única persona que siempre había sido amable con ella, le entregó discretamente un pequeño libro de recetas familiares. “Era de su abuela, señorita”, susurró la mujer.
me lo confió antes de morir. Dijo que algún día usted lo necesitaría más que cualquier joya. Camelia abrazó el libro contra su pecho, agradecida por este último gesto de afecto en una casa donde siempre había sido la extraña, la imperfecta, la desechable. La ceremonia fue breve y austera.
El novio, un hombre de unos 30 años, alto y de hombros anchos por el trabajo físico, apenas la miró durante el intercambio de votos. Su rostro curtido por el sol permanecía impasible, como si estuviera cerrando cualquier transacción comercial. Mientras firmaban los documentos del matrimonio y la cesión de tierras, Camelia observó las manos de su nuevo esposo, callosas y fuertes, tan diferentes a las manos suaves de los nobles que la habían rechazado.
Se preguntó con amargura si esas manos la tratarían con desprecio o sí, como temía, la considerarían simplemente parte del trato, una carga necesaria para obtener la protección del conde. Cuando el carruaje partió hacia Valleo, nadie lloró su marcha. Su padre evitó mirarla a los ojos al despedirse, mientras su madrastra parecía aliviada de librarse finalmente de ella.
Sus hermanas agitaron pañuelos con sonrisas mal disimuladas. Camelia, sentada junto a su silencioso esposo, apretaba contra su regazo el libro de recetas de su abuela, el único vínculo con un pasado donde alguien la había amado verdaderamente. Mientras las torres del castillo de Altamirol desaparecían en la distancia, se preguntó si alguna vez volvería a sentirse como algo más que una hija desechable.
El carruaje avanzaba por caminos cada vez más estrechos. Damián, sentado frente a Camelia, mantenía la mirada fija en el paisaje exterior. No habían intercambiado más de 10 palabras desde la ceremonia y el silencio pesaba entre ellos como una presencia tangible. “Llegaremos antes del anochecer”, comentó él finalmente, su voz grave rompiendo el silencio.
Camelia asintió, incapaz de articular respuesta. Las últimas palabras de su padre resonaban en su mente. Recuerda que este acuerdo beneficia a ambas familias, comportou correspond. Lo que el conde no había mencionado, pero Camelia había escuchado a través de las puertas cerradas, eran los verdaderos términos del acuerdo.
Su padre no solo recibía tierras fértiles, sino también protección frente a posibles levantamientos campesinos que comenzaban a gestarse en la región. Damián, respetado entre los habitantes de Valleanto, serviría como puente entre la nobleza y el pueblo, y ella era simplemente la moneda de cambio.
Cuando el carruaje se detuvo frente a una casa de piedra con techo de paja, Camelia contuvo la respiración. La vivienda, aunque modesta, parecía sólida y bien cuidada. Un pequeño huerto se extendía a un lado y más allá podían verse campos de cultivo y un granero. “Hemos llegado”, anunció Damián descendiendo primero para ofrecerle su mano. Camelia dudó un instante antes de aceptarla.
Al bajar, sus zapatos tocaron la tierra húmeda del camino, manchando instáneamente el dobladillo de su vestido. Un detalle que en el castillo habría provocado reprimendas, pero que aquí parecía insignificante. Un anciano salió de la casa apoyándose en un bastón. “Padre”, saludó Damián. “te presento a mi esposa Camelia.
“El hombre la observó con curiosidad, sin la habitual reverencia que su título merecía. Bienvenida a nuestro hogar, hija. Soy Mateo. Entraron a la casa donde una mesa de madera con tres sillas ocupaba el centro de la estancia principal. Una chimenea proporcionaba calor y varias hierbas colgaban del techo, llenando el ambiente con aromas desconocidos para ella. “Te mostraré tu habitación”, dijo Damián tomando su pequeño baúl.
La condujo por un corto pasillo hasta una habitación sencilla, pero limpia, con una cama cubierta por mantas tejidas a mano, un pequeño armario y una ventana que daba al huerto. Era la habitación de mi madre, explicó él. Yo dormiré en el granero hasta que se interrumpió incómodo. Camelia comprendió la implicación hasta que el matrimonio se consumara. La idea la aterrorizaba, pero también la confundía.
¿Por qué este hombre, que claramente la había aceptado por interés, le ofrecía ahora este espacio y privacidad? ¿Por qué? Preguntó ella finalmente, encontrando su voz. ¿Por qué aceptaste este acuerdo? ¿Podrías haber encontrado una esposa del pueblo? ¿Alguien que sepa trabajar la tierra? ¿Alguien menos noble, menos refinada?”, completó él. O quizás querías decir menos gorda. Camelia retrocedió como si la hubiera golpeado.
Era la primera vez que alguien mencionaba directamente su físico frente a ella, sin eufemismos ni susurros. Para su sorpresa, Damián continuó con voz más suave. Necesitaba la protección del conde para mi padre y nuestras tierras. Los tiempos son difíciles y los nobles vecinos han intentado arrebatarnos lo nuestro por años.
Tu padre ofreció una solución que beneficia a ambos. A ambos, no a mí”, replicó ella con amargura. “Soy parte del pago, no del beneficio.” Damián la miró directamente por primera vez, sus ojos castaños estudiándola con una intensidad que la incomodó. “Mi madre también fue considerada imperfecta”, dijo él. Coojeaba desde niña debido a una caída.
Los hombres del pueblo la rechazaron, pero mi padre vio más allá de su cojera. Vio su fuerza, su inteligencia, su bondad. Hizo una pausa antes de añadir, “No te conozco, Camelia. No sé qué hay más allá de tu título o tu apariencia, pero no estás aquí como castigo o como carga. Estás aquí como mi esposa y en esta casa eso te convierte en una igual.
Las palabras la dejaron sin aliento. Durante toda su vida había sido juzgada, comparada y encontrada deficiente. Nunca nadie la había tratado como una igual. Descansa, continúel. Mañana te mostraré la granja y podremos hablar más. No hay prisapera. Lo demás.
Cuando Damián salió cerrando suavemente la puerta tras él, Camelia se sentó en la cama abrumada, sacó el libro de recetas de su abuela y lo abrió en su regazo, buscando consuelo en aquellas páginas familiares. En la primera página, con la caligrafía elegante de su abuela, estaba escrito, “El verdadero valor de una persona nunca reside en su apariencia, sino en su corazón.
“Por primera vez desde que supo de su matrimonio arreglado, una pequeña llama de esperanza se encendió en su interior. Quizás aquí, lejos de la crueldad de la corte, podría finalmente encontrar un lugar donde ser simplemente Camelia. El amanecer llegó con sonidos desconocidos para Camelia. El canto de los gallos, el mugido lejano de las vacas y el trajín temprano de la casa la despertaron mucho antes de lo que estaba acostumbrada en el castillo.
Se vistió con uno de sus vestidos más sencillos, aunque incluso este resultaba excesivamente elegante para las tareas cotidianas de una granja. Al salir de la habitación, encontró a Mateo avivando el fuego mientras Damián entraba con un cubo de leche fresca. Buenos días”, saludó ella tímidamente. Ambos hombres la miraron con sorpresa, como si no esperaran verla tan temprano. “Has madrugado”, comentó Damián. “El desayuno estará listo pronto.
“Camelia observó la pequeña cocina con desconcierto. En el castillo nunca había tenido que preocuparse por la preparación de alimentos. Siempre había sirvientes para esas tareas. “¿Puedo puedo ayudar en algo?”, ofreció sintiendo la necesidad de ser útil. Mateo sonrió mostrando arrugas profundas alrededor de sus ojos. “¿Podrías preparar el pan para tostar allí junto al fuego?” Con manos inexpertas, Camelia intentó cortar rebanadas del pan rústico, logrando piezas irregulares que colocó torpemente cerca del fuego.
Damián la observaba de reojo mientras preparaba una infusión de hierbas. El desayuno transcurrió en un silencio incómodo. Camelia probaba pequeños bocados, consciente de que en su casa siempre habían criticado su apetito. “Una dama apenas debe probar la comida, solía decir su madrastra. Come bien”, dijo Mateo de repente.
“Aquí valoramos a quienes aprecian los frutos de nuestro trabajo.” Sorprendida, Camelia se permitió disfrutar del pan con miel y la leche fresca. El sabor era diferente, más intenso que las elaboradas, pero insípidas preparaciones del castillo. Después del desayuno, Damián la invitó a recorrer la propiedad.
Mientras caminaban por el huerto, él le señalaba las diferentes plantas y sus usos. Estas son hierbas medicinales, explicó deteniéndose junto a un pequeño jardín cercado. Mi madre comenzó esta colección y yo la he continuado. Ayudan a tratar diversas dolencias de la gente del pueblo. Camelia observó con curiosidad las plantas cuidadosamente etiquetadas y organizadas.
¿Eres médico? No exactamente. Aprendí de mi madre, quien a su vez aprendió de su padre. Conozco remedios para fiebres, dolores, partos difíciles. No es medicina formal, pero funciona. La revelación la sorprendió. Este hombre, a quien había imaginado como un simple campesino inculto, poseía conocimientos que muchos médicos de la corte envidiarían.
Al regresar a la casa para la cena, Camelia anotó un libro gastado sobre la mesa, lo abrió con curiosidad y descubrió dibujos detallados de plantas con anotaciones sobre sus propiedades curativas. ¿Tú dibujaste esto?”, preguntó asombrada cuando Damián entró. Él asintió ligeramente avergonzado. “¿Me ayuda a recordar las propiedades de cada planta?” Camelia recordó entonces su propio libro de recetas, corrió a su habitación y regresó con él. “Mi abuela recopiló estas recetas”, explicó mostrándoselo.
“Muchas incluyen hierbas con propiedades medicinales mezcladas en la comida. Damián tomó el libro con cuidado, pasando las páginas con interés genuino. Sus dedos, ásperos por el trabajo, contrastaban con las delicadas páginas. “Esto es valioso,”, murmuró. Combina cocina y medicina de una forma que no había visto antes.
Por primera vez desde su llegada conversaron animadamente durante la cena. Camelia explicaba las recetas de su abuela. Mientras Damián relacionaba los ingredientes con sus propiedades curativas, Mateo los observaba con una sonrisa silenciosa. Esa noche, antes de retirarse, Damián le entregó un pequeño frasco. Es aceite de la banda, explicó. Ayuda a conciliar el sueño.
Pensé que podrías necesitarlo, siendo todo tan diferente aquí. El gesto la conmovió. Era la primera vez que alguien se preocupaba por su bienestar sin esperar nada a cambio. En la soledad de su habitación, Camelia aplicó unas gotas del aceite en su almohada.
El aroma la transportó a los jardines del castillo, donde solía esconderse para leer cuando las burlas de sus hermanas se volvían insoportables. Recordó las palabras de Damián sobre las plantas medicinales y su propio libro de recetas. Quizás pensó mientras el sueño la invadía. habían encontrado un primer punto de conexión entre sus mundos tan distintos. A pesar de los silencios incómodos que aún persistían, de las tareas cotidianas que aún no dominaba y del futuro incierto de su matrimonio, Camelia sintió que algo comenzaba a cambiar. No era felicidad, aún no, pero tal vez era el principio de algo que
nunca había experimentado. La sensación de ser valorada por lo que podía aportar, no juzgada por lo que no era. La primera semana en la granja transcurrió en un ritmo de descubrimientos constantes para Camelia. Cada mañana traía nuevos desafíos: aprender a encender el fuego sin quemarse, distinguir las hierbas comestibles de las medicinales o simplemente adaptarse a los horarios marcados por el sol y no por las campanas del castillo. Una mañana, mientras intentaba barrer el patio, Damián se acercó con dos cestas vacías.
“Hoy recogeremos verduras para el mercado, anunció. Pensé que podrías acompañarme.” Camelia dejó la escoba agradecida por la invitación. El huerto ubicado detrás de la casa era más grande de lo que parecía a primera vista. Hileras ordenadas de diferentes vegetales se extendían hasta un pequeño arroyo.
“¿Cómo sabes cuáles están listos para cosechar?”, preguntó observando las plantas tan similares entre sí a sus ojos inexpertos. Damián se arrodilló junto a una hilera de zanahorias. Observa el tamaño de las hojas, el color, pero sobre todo siente. Tomó su mano y la guió hasta el suelo, donde sus dedos rozaron la parte superior de una zanahoria. ¿Notas como está firme y el tamaño es adecuado? Esta está lista.
El contacto de su mano sobre la suya provocó en Camelia una sensación extraña, un cosquilleo que atribuyó a la novedad de la situación. Bajo la guía paciente de Damián, aprendió a seleccionar tomates maduros, a cortar lechugas sin dañar las raíces para que volvieran a crecer y a reconocer el punto exacto de maduración de las abas.
Para el mediodía, sus manos delicadas estaban sucias y sus mejillas enrojecidas por el sol, pero las cestas rebosaban de vegetales frescos. Por primera vez en su vida, Camelia sintió el orgullo del trabajo manual bien hecho. “Tienes buenas manos para esto,”, comentó Damián. mientras regresaban a la casa. Aprendes rápido.
El cumplido simple y sincero la llenó de una satisfacción que nunca había experimentado con los elogios vacíos sobre su postura o modales en la corte. Esa tarde, Damián le enseñó a preparar una sopa utilizando las verduras que habían cosechado. Siguiendo una de las recetas del libro de su abuela, Camelia añadió hierbas que potenciaban tanto el sabor como las propiedades nutritivas.
Está deliciosa,”, declaró Mateo después de probar el primer bocado. “Tienes el don de tu abuela para la cocina”. La cena transcurrió en un ambiente más relajado que las anteriores. Sin embargo, la noche trajo consigo los fantasmas que Camelia mantenía a raya durante el día.
En la oscuridad de su habitación, los recuerdos de las humillaciones pasadas, mezclados con la incertidumbre sobre su futuro, desataron un llanto silencioso que intentó ahogar contra la almohada. Desconocía que Damián, al pasar frente a su puerta camino al granero, escuchaba suslozos noche tras noche, respetando su dolor sin intervenir. Tres días después, Damián anunció que irían al mercado del pueblo.
Camelia se vistió con su atuendo más sencillo, aunque aún así destacaba entre las ropas prácticas de los campesinos. El mercado de Valleanto era un herbidero de actividad. Puestos de frutas, verduras, carnes y artesanías se alineaban en la plaza principal. Camelia observaba fascinada este mundo, tan diferente a los bailes y recepciones a los que estaba acostumbrada.
Mientras Damián negociaba el precio de sus productos, ella se detuvo frente a un puesto de telas. Tocaba los tejidos rústicos, pero resistentes, tan distintos a las sedas y encajes de su guardarropa. La noble se digna a tocar nuestras humildes telas. Una voz burlona la sobresaltó.
Tres mujeres la observaban con expresiones entre divertidas y despectivas. “Dicen que el conde la vendió por ser demasiado gorda para encontrar marido en la corte”, comentó una de ellas lo suficientemente alto para que otros la escucharan. “Pobrecito Damián, tener que cargar con semejante carga”, añadió otra provocando risas a su alrededor. Camelia sintió que el aire abandonaba sus pulmones. Las burlas tan familiares y dolorosas la encontraban incluso aquí.
Intentó alejarse, pero las mujeres la siguieron. ¿Crees que podrá trabajar la tierra con esas manos de princesa? Apuesto a que no sabe ni hervir agua. Las lágrimas amenazaban con brotar cuando una mano firme se posó en su hombro. Damián se había materializado a su lado. Su expresión habitualmente tranquila, ahora endurecida.
Mi esposa no necesita su aprobación”, declaró con voz clara que resonó en la plaza repentinamente silenciosa, ni la de nadie. Tomó la mano de Camelia y la colocó en su brazo. “Vamos, tenemos que comprar harina.” Mientras se alejaban, Camelia sintió las miradas siguiéndolos.
Pero por primera vez no eran solo miradas de burla, había también sorpresa e incluso un destello de respeto ante la firmeza con que Damián la había defendido. “No tenías que hacer eso”, murmuró ella cuando estuvieron lejos. Sí, tenía que hacerlo, respondió él simplemente. Eres mi esposa y más importante, eres una persona que merece respeto. De regreso a la granja, Camelia reflexionó sobre lo ocurrido.
La defensa de Damián había sido diferente a cualquier cosa que hubiera experimentado antes. No era la protección condescendiente de su padre que la escondía de las miradas críticas como a un objeto defectuoso. era el respaldo de alguien que la consideraba digna, alguien que veía valor en ella. Esa noche, por primera vez desde su llegada, Camelia no lloró hasta dormirse.
En cambio, revisó su libro de recetas a la luz de una vela, buscando algo especial para preparar al día siguiente. Estaba lentamente aprendiendo a respirar en este nuevo mundo. El cielo amaneció con un tono plomizo que presagiaba tormenta. Damián observaba el horizonte con preocupación mientras desayunaban. Parece que se acerca una tormenta fuerte”, comentó mordisqueando distraídamente un trozo de pan. “Debemos asegurar todo lo posible.
“Mateo, que conocía los patrones climáticos mejor que nadie en Valle Santo, asintió gravemente. “El arroyo podría desbordarse si llueve como la última vez. Deberíamos reforzar los sacos de arena cerca del granero.” Camelia los escuchaba en silencio, consciente de su limitada experiencia para ayudar en situaciones como esta.
Sin embargo, se atrevió a preguntar, “¿Qué puedo hacer yo?” Damián la miró con sorpresa, como si no esperara su ofrecimiento. “¿Podrías ayudarnos a recoger los cultivos más vulnerables antes de que llegue la lluvia? Si se inunda el huerto, perderemos todo.” Durante las siguientes horas trabajaron contra reloj.
Camelia, siguiendo las indicaciones de Damián, recogía tomates, pimientos y otras verduras que no sobrevivirían a una inundación. Sus manos, antes suaves y delicadas, ahora mostraban pequeñas callosidades por el trabajo diario, pero se movían con creciente destreza entre las plantas.
Cuando las primeras gotas comenzaron a caer, ya habían trasladado buena parte de la cosecha al interior de la casa. El viento aumentaba su intensidad, doblando los árboles y arrastrando hojas y pequeñas ramas. Tenemos que asegurar el granero”, gritó Damián por encima del ruido de la lluvia que ahora caía con fuerza. “Padre, quédate en la casa con Camelia.
Iré contigo”, respondió ella sin pensarlo. “Cuatro manos trabajarán más rápido que dos.” Damián dudó un instante, pero el tiempo apremiaba. Con un gesto de asentimiento, le entregó una capa impermeable similar a la suya. corrieron bajo la lluvia torrencial hasta el granero, donde el agua comenzaba a filtrarse por debajo de la puerta.
Dentro los sacos de grano y eno almacenados corrían peligro de empaparse y echarse a perder. Hay que colocar todo en las plataformas elevadas”, indicó Damián señalando unos tablones dispuestos sobre barriles. Trabajaron codo con codo, levantando pesados sacos de grano. Camelia sentía que sus brazos protestaban por el esfuerzo, pero no se detuvo.
Cada saco salvado significaba comida para el invierno, supervivencia. La tormenta resaba fuera. A través de las rendijas de las paredes del granero podían ver como el nivel del arroyo cercano subía alarmantemente. Un crujido siniestro lo sobresaltó. “El techo”, exclamó Damián mirando hacia arriba. Una sección del tejado se dio bajo el peso del agua acumulada.
La lluvia comenzó a entrar directamente, amenazando los sacos que aún no habían podido elevar. Sin mediar palabra, ambos se lanzaron a cubrir el grano con lonas impermeables. Trabajaban en perfecta sincronía, como si llevaran años haciéndolo juntos. Cuando finalmente aseguraron el último saco, estaban empapados y exhaustos. “Debemos revisar el dique de contención”, dijo Damián respirando agitadamente. “Si cede, el agua llegará hasta la casa.” salieron nuevamente a la tormenta.
El arroyo normalmente tranquilo se había convertido en un torrente furioso que amenazaba con desbordar la pequeña barrera de tierra y piedras que lo contenía. “Se está erosionando por ese lado”, señaló Camelia, notando como el agua comenzaba a filtrarse por un punto débil. Damián corrió hacia el lugar arrastrando un pesado saco de arena.
Camelia lo siguió con otro más pequeño. Juntos comenzaron a reforzar la barrera. Luchando contra la corriente que intentaba arrastrarlos, el barro hacía que fuera difícil mantener el equilibrio. En un momento, Camelia resbaló y estuvo a punto de caer al agua embravecida. La mano de Damián la sujetó con firmeza, salvándola. “Ten cuidado”, gritó él, su voz apenas audible sobre el rugido de la tormenta.
Sus ojos reflejaban una preocupación que iba más allá del simple deber. Durante horas que parecieron eternas lucharon contra los elementos. La lluvia azotaba sus rostros, el viento helado calaba hasta los huesos, pero no se dieron. Cuando finalmente la barrera estuvo asegurada, ambos se dejaron caer exhaustos bajo el refugio parcial de un árbol cercano.
Nunca, nunca había trabajado así. Jadeó Camelia, temblando de frío y cansancio. Damián la miró con una nueva expresión en su rostro, algo entre admiración y sorpresa. Lo has hecho bien, muy bien. En el castillo continuó ella. Siempre me consideraron débil e inútil. Nadie creía que pudiera hacer algo valioso.
Te subestimaron, respondió él simplemente. Yo también lo hice al principio y me equivoqué. La lluvia comenzaba a ainar, pero seguían empapados y agotados. Camelia temblaba visiblemente, sus labios tomando un tono azulado por el frío.
Sin decir nada, Damián se quitó su capa exterior, que, aunque mojada por fuera, conservaba algo de calor en el interior, y la colocó sobre los hombros de ella. “Te enfermarás”, protestó Camelia débilmente. “Estoy acostumbrado a estas tormentas”, respondió él con una pequeña sonrisa. “Tú aún no.” En ese momento, mirándolo bajo la lluvia que ahora caía más suavemente, Camelia vio a Damián realmente por primera vez, no al campesino que la había aceptado por un acuerdo, sino al hombre fuerte y gentil que trabajaba incansablemente, que respetaba su dolor nocturno sin invadirlo, que la defendía en el mercado y que ahora se preocupaba por su
bienestar por encima del suyo propio. Nunca nadie había luchado a mi lado”, murmuró ella, las palabras escapando de sus labios casi sin pensarlo. Siempre fui un problema que resolver, nunca una aliada. Damián la miró fijamente, gotas de lluvia resbalando por su rostro curtido. Aquí eres ambas cosas, Camelia, un desafío y una compañera.
Algo cambió entre ellos en ese momento, bajo la lluvia menguante y el cielo que comenzaba a aclararse. No fue un gesto romántico ni palabras de amor, sino algo quizás más profundo. El reconocimiento mutuo de dos personas que comienzan a verse realmente más allá de las circunstancias que las unieron.
Cuando regresaron a la casa donde Mateo los esperaba preocupado, lo hicieron caminando más cerca el uno del otro, sus hombros ocasionalmente rozándose, como si la tormenta hubiera derribado una barrera invisible entre ellos. Tres semanas después de la tormenta, la granja había recuperado su ritmo normal.
Los daños fueron menores gracias a su trabajo durante aquella noche y el huerto comenzaba a mostrar nuevos brotes. La relación entre Camelia y Damián había evolucionado hacia una cómoda camaradería. Trabajaban juntos durante el día, ella aprendiendo las tareas de la granja y él mostrándose cada vez más receptivo a sus sugerencias basadas en las recetas de su abuela.
Por las noches compartían la cena con Mateo, intercambiando historias y conocimientos. Damián continuaba durmiendo en el granero, respetando el espacio de Camelia. Aunque no habían hablado directamente sobre el aspecto matrimonial de su unión, una tensión diferente comenzaba a surgir entre ellos.
Miradas que se prolongaban un segundo más de lo necesario, manos que se rozaban accidentalmente durante las tareas compartidas. Una mañana soleada, mientras Camelia recogía hierbas aromáticas para secar, escuchó el inconfundible sonido de cascos de caballos y ruedas de carruaje aproximándose. Se incorporó, limpiando la tierra de sus manos en el delantal que ahora usaba habitualmente y observó con sorpresa el elegante carruaje que se detenía frente a la casa. El escudo de armas de los Altamirol brillaba en la puerta. Su corazón se aceleró.
¿Por qué vendría su padre a visitarla? En las semanas transcurridas no había recibido ni una carta ni una pregunta sobre su bienestar. Damián, que trabajaba cerca reparando una cerca, también se detuvo al ver el carruaje. Intercambiaron una mirada de confusión antes de dirigirse juntos hacia la entrada.
El conde de Altamirol descendió con la ayuda de su cochero, su figura imponente y elegante contrastando con el entorno rural. Su mirada recorrió la propiedad con una mezcla de desdén y evaluación calculadora. Padre saludó Camelia, insegura sobre cómo comportarse.
Debía hacer una reverencia como antes o saludarlo como la mujer casada que ahora era. Camelia, respondió él con un gesto seco de cabeza antes de dirigirse a Damián. Necesito hablar contigo en privado. Damián frunció el ceño ligeramente. Mi esposa puede estar presente en cualquier conversación que tengamos, señor. El conde pareció sorprendido por la respuesta, pero se recuperó rápidamente.
Como desees, es sobre nuestro acuerdo. Entraron a la casa donde Mateo los recibió con cortesía distante. El conde rechazó la oferta de té o comida, prefiriendo ir directamente al asunto que lo traía. He venido a supervisar personalmente el estado de las tierras cedidas”, anunció y a comprobar que todas las partes están cumpliendo con lo acordado. Su mirada se posó en Camelia, evaluándola de pies a cabeza.
Ella se sintió repentinamente consciente de su apariencia. El vestido sencillo, las manos ligeramente callosas, el cabello recogido sin los elaborados peinados de antes. Sin embargo, por primera vez no se avergonzó de estos cambios. Veo creas adaptado, comentó el conde con un tono que sugería que no lo consideraba algo positivo.
Lo he hecho, padre, respondió ella con más firmeza de la que pretendía. Estoy aprendiendo mucho aquí. El conde ignoró su comentario volviéndose hacia Damián. Las tierras del norte están siendo preparadas para la siembra, como acordamos. Sin embargo, hay un asunto adicional que debemos discutir. Sacó un documento de su chaqueta. He redactado una ampliación del acuerdo. Necesito más tierras para expandir los viñedos del condado.
Damián tomó el documento leyéndolo con atención. Su expresión se endureció. Esto no era parte de nuestro trato original. Las circunstancias cambian, replicó el conde con frialdad. Estoy dispuesto a ofrecerte compensación adicional. ¿Qué tipo de compensación? preguntó Damián, su voz controlada pero tensa. El conde sonrió levemente.
Podría liberar a mi hija de este matrimonio, devolverla al castillo donde pertenece. Un silencio pesado cayó sobre la habitación. Camelia sintió como si el suelo se moviera bajo sus pies. Devolverla como si fuera un objeto prestado. ¿Por qué ahora?, preguntó Damián, su mirada alternando entre el conde y Camelia.
Hace apenas unas semanas la entregaste sin miramientos. El conde se encogió de hombros. Ha llegado a mis oídos que mi hija ha demostrado cierta utilidad inesperada. Tus remedios medicinales mezclados con sus recetas familiares están ganando reputación en la región. Eso podría ser valioso para el condado. Camelia no podía creer lo que escuchaba.
Su padre, que la había descartado por considerarla sin valor, ahora quería recuperarla porque había encontrado una forma de utilizarla. Además, continuó el conde mirándola críticamente. Parece que el trabajo físico te ha sentado bien. Has perdido peso. Tu figura es más aceptable. Ahora podrías tener una segunda oportunidad en la corte.
Las palabras golpearon a Camelia como una bofetada. Todo el progreso que había hecho, toda la confianza que había ganado en estas semanas, reducido nuevamente a su apariencia física, Damián dio un paso adelante, colocándose entre ella y su padre. Camelia no es una mercancía que pueda intercambiarse a conveniencia, señor. Es mi esposa. Y lo que hagamos con nuestros conocimientos de medicina y cocina es decisión nuestra.
El conde lo miró con desprecio apenas disimulado. Te recuerdo que este matrimonio fue un acuerdo comercial. Estoy ofreciendo renegociarlo. No intervino Camelia, su voz firme sorprendiendo a todos, incluida ella misma. No soy parte de ninguna negociación, padre. Soy una persona, no una propiedad que puedas transferir según te convenga. Se acercó a Damián situándose a su lado.
Este es mi hogar ahora. Aquí he encontrado respeto y propósito. No volveré al castillo para ser nuevamente juzgada y utilizada. El conde la miró con asombro. Claramente no esperaba esta resistencia de la hija que siempre había sido dócil y sumisa. Prefieres quedarte en esta, Cranja, viviendo como una campesina.
Prefiero vivir donde soy valorada por lo que puedo hacer, no criticada por lo que no soy, respondió simplemente. Un silencio tenso llenó la habitación. Finalmente, el conde recogió el documento que Damián había dejado sobre la mesa. “Pensé que te habría enseñado mejores modales”, dijo con frialdad.
“Pero veo que has olvidado tu lugar. Reflexiona sobre mi oferta. No siempre seré tan generoso.” Con estas palabras, se dirigió hacia la puerta. Antes de salir añadió, “Recuerda quién eres, Camelia. Una Altirol, no una simple granjera.” Cuando el carruaje se alejó, Camelia permaneció inmóvil procesando lo ocurrido.
Sentía una mezcla de indignación, tristeza y sorprendentemente alivio. Por primera vez había enfrentado a su padre, defendiendo su valor como persona. Damián se acercó lentamente, sus ojos buscándolos de ella. “¿Estás bien?” Sí, respondió ella y se sorprendió al darse cuenta de que era verdad.
Por primera vez en mi vida creo que realmente lo estoy. Mateo, que había presenciado toda la escena en silencio, asintió con aprobación. Has encontrado tu voz, hija. Nadie puede quitártela ahora. Esa noche, mientras preparaban la cena juntos, Camelia sintió que algo fundamental había cambiado dentro de ella.
El pasado había regresado, pero ya no tenía poder para definirla. Su futuro por primera vez estaba en sus propias manos. Los meses siguientes trajeron cambios significativos para Camelia. Tras la visita de su padre, algo se había liberado en ella, como si las últimas cadenas invisibles que la ataban a su antigua vida se hubieran roto definitivamente.
Con el conocimiento combinado del libro de recetas de su abuela y la experiencia herbolaria de Damián, comenzó a crear remedios que mezclaban propiedades medicinales con sabores agradables. Pronto, los habitantes de Valle Santo empezaron a buscarla para aliviar diversos males.
El jarabe de doña Camelia curó la tos de mi pequeño en una noche”, comentaban las madres en el mercado. “Sus cataplasmas de hierbas aliviaron el dolor de mis articulaciones mejor que nada que haya probado,” aseguraban los ancianos. Poco a poco su reputación creció. Ya no era la noble gorda o la esposa comprada, sino la curandera, respetada por su conocimiento y amabilidad.
Las mismas mujeres que antes la habían humillado ahora la saludaban con deferencia, buscando sus consejos. Una tarde, mientras regresaban del mercado donde habían vendido sus remedios y verduras, Damián la observaba con una expresión que ella no supo descifrar. ¿Sucede algo?, preguntó consciente de su mirada. Estaba pensando en el día que llegaste, respondió él. Parecías tan perdida, tan triste.
Ahora caminas con la cabeza alta, saludas a todos por su nombre. Conoces cada rincón del pueblo. Camelia sonrió recordando aquellos primeros días. Me sentía como un pájaro enjaulado al que repentinamente liberan. No sabía volar, tenía miedo de caer.
“Y ahora vuelas más alto que muchos que nacieron libres”, completó él con una sonrisa que iluminó sus ojos. Esa noche después de la cena, Damián la invitó a caminar hasta una pequeña colina cercana. La luna llena iluminaba el paisaje, convirtiendo los campos en un mar plateado. Se sentaron en silencio, contemplando las estrellas. La noche era cálida, uno de los últimos días del verano que daba paso al otoño.
“Nunca te pregunté, comenzó Damián, después de un rato, si lamentas haber rechazado la oferta de tu padre.” Camelia reflexionó un momento. A veces pienso en mis hermanas, en cómo estarán, pero no, no lo lamento. Aquí he encontrado algo que nunca tuve en el castillo. ¿Qué cosa?, preguntó él, su voz apenas audible. Libertad para ser yo misma, respondió ella, para equivocarme y aprender, para crear algo útil con mis propias manos. Para se detuvo insegura de cómo continuar.
¿Para qué más?, insistió él suavemente. “Para sentir”, completó ella finalmente, mirándolo directamente. En el castillo aprendí a esconder mis emociones, a no mostrar dolor ante las burlas, a no expresar alegría porque una dama debe ser siempre moderada. Aquí he reído hasta que me duele el estómago. He llorado sin esconderme. He sentido orgullo por mi trabajo.
Hizo una pausa reuniendo valor y he comenzado a sentir cosas que nunca creí posibles para alguien como yo. Damián se acercó un poco más. ¿Qué tipo de cosas? Afecto susurró ella, tal vez incluso algo más profundo. El silencio que siguió parecía vibrar con las palabras no dichas entre ellos. Finalmente, Damián tomó su mano con delicadeza.
Cuando acepté el acuerdo con tu padre, confesó, lo hice pensando solo en proteger nuestras tierras. Te veía como parte del trato, no como una persona real. Estaba tan equivocado. Acarició suavemente el dorso de su mano con el pulgar. Cada día descubro algo nuevo en ti que me asombra. tu fortaleza, tu amabilidad, tu inteligencia, la forma en que te has adaptado y has florecido aquí a pesar de todas las dificultades. Levantó la mirada hacia ella, sus ojos reflejando la luz de la luna.
No sé exactamente cuándo sucedió, pero un día me di cuenta de que ya no pensaba en ti como mi esposa por contrato, sino simplemente como mi esposa, la mujer con quien quiero compartir mi vida. El corazón de Camelia latía tan fuerte que temía que él pudiera escucharlo. Nunca pensé que alguien podría verme así.
Desearme realmente no por obligación o conveniencia. Te veo, Camelia, respondió él simplemente. Te vo completament lentamente, como si le diera tiempo para retirarse si lo deseaba, Damián se inclinó hacia ella. Sus labios se encontraron en un beso tentativo al principio, luego más seguro. Un beso que no nacía del deber o del acuerdo que los había unido, sino de una elección mutua, de un sentimiento que había crecido entre ellos día a día.
Cuando finalmente se separaron, Camelia sintió que algo dentro de ella se había transformado definitivamente, como una flor que, después de luchar por crecer entre espinas, finalmente se abre por completo bajo el sol. ¿Vendrás conmigo esta noche?”, preguntó él en voz baja, no al granero, sino a nuestra casa como mi verdadera esposa. Camelia asintió, sin palabras para expresar la mezcla de emoción, nerviosismo y felicidad que la embargaba.
Juntos, bajo el manto estrellado, regresaron hacia la casa que ahora verdaderamente era su hogar compartido. La primavera llegó a Valle Santo con una explosión de colores y aromas. El huerto detrás de la casa de Damián y Camelia se había expandido considerablemente, ahora dividido entre plantas comestibles y un extenso jardín medicinal que atraía a personas de pueblos vecinos.
Habían transcurrido casi 10 meses desde la visita del conde de Altamirol. 10 meses en los que Camelia había florecido plenamente, tanto en su papel de curandera como en su matrimonio con Damián, que ahora era real en todos los sentidos. Esa mañana, mientras recolectaba hierbas frescas para sus preparaciones, Camelia se detuvo para descansar, apoyando una mano en su vientre ligeramente abultado.
La noticia de su embarazo, confirmada hacía apenas unas semanas, había llenado de alegría su hogar. Mateo, que a sus 70 años seguía activo, aunque con movimientos más lentos, se acercó a ella con una sonrisa. “Deberías descansar más”, le aconsejó ofreciéndole un vaso de agua fresca. Mi nieto necesita una madre fuerte. ¿Estás tan seguro de que será niño?”, preguntó ella, divertida por la certeza del anciano. “Lo sé”, afirmó él convicción. “Será un niño con tus ojos y la terquedad de su padre.
“El sonido de cascos aproximándose interrumpió su conversación. Un jinete con los colores de Altamirol se detuvo frente a la casa. Camelia se tensó instintivamente recordando la última visita relacionada con su familia. El mensajero desmontó y se inclinó respetuosamente. Doña Camelia, traigo noticias y una invitación de su padre.
El conde. Le entregó un sobresellado con el emblema familiar. Con dedos ligeramente temblorosos, Camelia rompió el sello y leyó el contenido. “Mi padre ofrecerá un banquete para celebrar el compromiso de mi hermana menor”, explicó a Mateo después de leer. “Solicita nuestra presencia, la de Damián y la mía.
“La sorpresa la dejó momentáneamente sin palabras. Después de tanto tiempo sin comunicación, esta invitación parecía extrañamente conciliadora. Cuando Damián regresó del campo, discutieron la situación. “Podríamos no ir”, sugirió él, preocupado por cómo afectaría a Camelia regresar al lugar donde había sufrido tanto. “No les debemos nada.” “¡Quiero ir”, respondió ella con determinación.
“No por mi padre, sino por mí. Quiero regresar no como la hija rechazada, sino como la mujer que soy ahora. Además, añadió, acariciando suavemente su vientre. Quiero que sepan que formamos una familia. Tres días después, Camelia y Damián atravesaban las puertas del castillo de Altamirol.
Ella vestía un sencillo, pero elegante vestido azul que resaltaba el brillo saludable de su piel y sus formas ahora más definidas por el trabajo físico y el embarazo incipiente. Los sirvientes que la recibieron apenas la reconocieron. La joven insegura y cabiz baja, había sido reemplazada por una mujer que caminaba con confianza del brazo de un esposo que la miraba con evidente admiración.
El salón principal estaba lleno de nobles y comerciantes importantes. Cuando anunciaron su llegada, un silencio momentáneo cayó sobre la multitud, seguido de murmullos curiosos. El conde de Altamirol se acercó a recibirlos, su expresión indescifrable. Camilia Damion, me complace que hayan aceptado mi invitación.
Gracias por incluirnos, padre, respondió ella con educada formalidad. El conde la observó detenidamente, notando los cambios en su apariencia y porte. “Te ves, de franté, soy diferente”, confirmó ella simplemente. Durante la cena, Camelia notó las miradas de asombro de sus hermanas. La que una vez había sido objeto de sus burlas, ahora atraía la atención positiva de los invitados, muchos de los cuales habían escuchado sobre los famosos remedios de la curandera de Valleanto.
Su hermana menor, la prometida, se acercó a ella durante un momento tranquilo. “Nunca pensé que volverías”, confesó en voz baja, “y menos así tan que Camelia sonrió con genuina amabilidad. Los viejos rencores parecían insignificantes. Ahora, la vida toma caminos inesperados. A veces lo que parece un castigo resulta ser una bendición.
Más tarde, el conde solicitó hablar con ella en privado. En su despacho, el mismo donde una vez le había comunicado su destino como esposa de un campesino, ahora la recibía como a una igual. He seguido tu progreso, admitió. Tus remedios tienen reputación incluso en la capital. Algunos nobles pagan sumas considerables por ellos. No lo hacemos por dinero, respondió ella.
Lo hacemos porque ayuda a la gente. El conde la miró con una expresión que Camelia nunca había visto dirigida a ella. Respeto. Te subestimé, reconoció finalmente. Todos lo hicimos. Sí, concordó ella sin rencor. Pero eso pertenece al pasado. Después de un momento de silencio, el conde añadió, si quisieras regresar, hay un lugar para ti aquí, para ambos.
Podrías establecer tu práctica en el castillo, atender a la nobleza. Camelia sonrió tocando suavemente su vientre. Mi lugar está en Valle Santo, Padre. Allí tenemos nuestro hogar, nuestro trabajo, y pronto nuestra familia crecerá. Los ojos del conde se abrieron con sorpresa. ¿Estás esperando un hijo? Sí, confirmó ella con orgullo. Tú, primer Nieto.
Algo cambió en la expresión del conde, una emoción que parecía ablandar sus rasgos habitualmente severos. Espero que me permitas conocerlo. Las puertas de nuestra casa siempre estarán abiertas, respondió ella con sinceridad. Al regresar a Valallesanto dos días después, Camelia sentía una paz que nunca había experimentado. El círculo se había cerrado.
La joven, que una vez fue entregada como parte de un trato humillante, regresaba ahora por elección propia a la vida que había construido. 10 años más tarde, el jardín medicinal de Camelia y Damián se había convertido en el más famoso de la región. Su casa, ampliada para acomodar a sus tres hijos y al viejo Mateo, era un centro de aprendizaje donde jóvenes de diversos orígenes estudiaban el arte de la medicina natural.
El conde de Altamirol, ahora envejecido, visitaba regularmente a sus nietos, encontrando en ellos la alegría que su rígida vida aristocrática nunca le había permitido. Nadie que viera a Camelia ahora, segura de sí misma y respetada, podría imaginar que una vez fue considerada demasiado gorda para ser amada. En el jardín que nadie esperaba, había encontrado no solo su lugar en el mundo, sino también la felicidad que siempre creyó fuera de su alcance.
Mientras enseñaba a su hija mayor los secretos de las plantas curativas, Camelia a menudo recordaba aquel día lluvioso en que llegó a Valleo, creyendo que su vida había terminado. En realidad, apenas comenzaba a florecer. M.